Olor a cemento de contacto y cuero recién lustrado, montañas de zapatos, zapatillas, sandalias, botas y alpargatas. El sol que ingresa tímidamente por la ventana, un paisaje algo oscuro, con ligeras brisas de aire, y espacio reducido. Delantal puesto, anteojos por si la vista falla, tijeras en mano, tela y siempre una sonrisa en los labios, Juan Feliciano Ramón Vega se dispone a remendar un par de zapatillas, con el que el uso frecuente, el paso del tiempo y el pobre material de fabricación, no tuvieron piedad.
Aseguran algunos que los zapatos que usamos dicen mucho de nosotros, entonces de ser así, Juan conocería cuasi radiográficamente a cada uno de sus clientes. Algo que no debería sorprendernos porque tiene 78 años y hace más de sesenta que lleva su vida dedicado al oficio. “Soy del tiempo que ponían un montón de nombres, el del padre, el abuelo, el tío”, cuenta sonriendo y agrega, “Toda la vida dedicado a esto y ya es difícil que cambie, cuando uno empieza de chico, francamente creo que uno aprende más”.
Pasó su adolescencia atado a los zapatos, a los 15 años ya era oficial, desde los 7 ayudaba a un zapatero lustrando cuanto calzado le dieran. Ingresó a este oficio, casi por obligación, cuando su padre murió, su madre lo mandó con un italiano del barrio para que le enseñara. Sin embargo Juan no estaba conforme, porque haciendo changas ganaba como un hombre que trabajaba todo el día y el italiano solo le pagaba diez centavos por jornada.
“A mí no se me dio por estudiar esto, yo quedé huérfano de padre a los seis años y a los siete y algo, ya andaba en la calle haciendo una cosa u otra. Mi madre era una gringa que pensaba más allá y me puso a trabajar para que tuviera un oficio, muy por encima de mi gusto porque yo ganaba más limpiando veredas, cortando el césped, vendiendo verduras, que con el italiano, aunque era un hombre muy bueno y siempre me tiraba alguna moneda más”, relata Vega.
Cuando Juan cumplió 20 años ingresó al servicio militar, en donde a raíz de su vasto conocimiento en el oficio, lo pusieron a cargo de la zapatería del cuartel. Cuando retornó a su vida habitual, trabajó algún tiempo con su patrón anterior, para luego separarse y abrir su propio taller de reparación de calzado por calle Pellegrini al 700. Ahí estuvo unos pocos años y después finalmente se mudó por Sarmiento al 870, donde actualmente trabaja.
Este padre de familia, cuenta orgulloso que es “casado por la ley” y tiene dos hijos, cuatro nietos y dos bisniestos. “Al principio lo traje a mi hijo acá conmigo, como yo me crié trabajando quería que él también lo hiciera. Pero ya cuando fue más grande, esto tampoco daba para dos y él se empezó a dedicar a otra cosa, ahora es profesor”, explica el hombre ante la pregunta de si dejó su legado a alguno de su familia.
Tacones lejanos
La extinción de algunos oficios, probablemente venga aparejada a los avances tecnológicos, aun así algunos trabajos manuales no caducan. Es el caso de nuestro amigo Juan Feliciano, no hay pocos zapateros porque haya poco trabajo, sino porque es un oficio que se trasmite, que se enseña y cada vez, quizás, haya menos interesados en aprender. Aun así, el trabajo que realizaban antes era el de un verdadero artesano, pues cosían a mano y hasta dibujos formaban con el hilo.
“Antes se hacía todo a mano y era distinto porque eran trabajos más delicados, por ejemplo la suela había que coserla todo a mano, el hilo lo hacíamos nosotros, con hilaza de lino y las suelas se cosían con cerda de jabalí, había muchas cosas. Antes era toda una artesanía, se trabajaba con herramientas en caliente para darle forma, todas esas cosas. Acá hasta algunos dibujos le hacíamos a la suela. Ahora no, es una cuca trabajar”, señala el hombre.
Tan difícil como encontrar un buen zapatero se volvió encontrar un buen zapato, según Don Vega, “La calidad de los zapatos tampoco es igual a la de antes, nada que ver porque antes venían todos plantillados, hay zapatos más o menos buenos, pero nada que ver con antes. Así es todo más rápido, hay más ventas, más trabajo”.
Una frase que tiene presente en todo momento el hombre es que “el cliente siempre tiene la razón”, tal vez sea eso lo que le permite seguir trabajando muy bien y renovar permanentemente sus clientes. “La clientela se renueva, tengo un radio muy grande de clientes, de pueblos vecinos, tengo hasta gente de Córdoba, que han sido de acá y ahora viven allá, me envían con comisionista y después los pasan a buscar. De tantos años, tengo una clientela bárbara, voy sacando zapatos de todos lados, siempre tengo trabajo”, revela el zapatero.
Aun así, Juan confiesa que el cliente de antes era muy delicado y hoy ya no, porque es más conformista. “Antes tenías que darle todo hecho un lujo porque si no, no estaba conforme. Hay clientes delicados, pero hoy ya no. Ya no se hacen más las suelas cosidas tampoco”, explica Vega. Este trabajador sanfrancisqueño, manifiesta que con su oficio no se pasa necesidades, pero para ello es imprescindible la constancia de estar entre cuatro paredes, durante largas horas, trabajando sin parar.
“En este oficio vos no te morís de hambre, no hacés plata, pero siempre tenés algo, podés llegar a tener una casa, a lo mejor un auto, pero de ahí para arriba no vas mucho más. No te renta como para vivir de lujo pero te ayuda mucho”, cuenta el zapatero. Y agrega, “Esto fue todo para mí porque yo con esto viví, formé mi familia, me hice la casa. Claro que la casa me la hice a pulmón y en compañía de mi señora, ella trabajaba con la pala, conmigo, todo a pulmón”.
En una mañana de verano, el calor no da tregua en el taller de Juan, el sol comienza a pegar de lleno y en pocos minutos ese pequeño espacio en donde el hombre desempeña su labor, empieza a encenderse. Sin embargo, todos los días cuando la puerta de aquél garaje se abre, don Vega vuelve a elegir sentarse entre las montañas de calzados y con mucha pasión y dedicación tiempo completo remendar ese zapato, compañero de caminos.